"El sistema ahoga el potencial de la enseñanza pública y la
sociedad contribuye a la mala educación.
Estamos ante un sistema perverso que ahoga el potencial de
igualación social de la enseñanza pública, su misma razón de ser. Se reducen
las plazas de interinos, no se aumentan las de fijos, sube la ratio de alumnos
por aula y los profesores se ven obligados a aumentar sus horas lectivas,
convirtiendo la jornada laboral en una carrera atolondrada de una clase a otra,
y a menudo, de un universo a otro, dado que hace tiempo que los niños más
tiernos comparten el instituto con alumnos de bachillerato. A los profesores no
les llega la camisa al cuerpo y sufren ese desgaste sabiendo que ya no hay
bajas que valgan, que las jubilaciones se retrasarán y que una vez que se
apague el ruido de las manifestaciones públicas ellos solos habrán de
enfrentarse a la precariedad diaria. Así ha sido siempre.
Me pregunto si de verdad somos conscientes de eso. Hablamos
de la desaparición de la Filosofía o de las asignaturas artísticas cuando lo
cierto es que una parte alarmante del alumnado no sabe escribir o leer con
soltura. A eso se suma un asunto más turbio que ha ido complicándose en los
últimos años: la mala educación. Abundan los problemas de mal comportamiento.
Pero, ¿cómo podría ser de otra manera? No es solo la escuela quien educa, ni
tan siquiera son los padres los únicos responsables, es la sociedad misma la
que marca el tono: el ambiente que se palpa en la calle; el lenguaje que se
emplea en los medios de comunicación; la consideración pública de los
educadores; el respeto que los padres muestran hacia el profesorado; la forma
en la que nosotros mismos, los que opinamos públicamente, utilizamos ese
pequeño poder que se nos presta. Todo eso suma, o resta. Y por lo que oigo, leo
y veo no me extraña que, además del recorte de recursos a la escuela, estemos
también contribuyendo a su deterioro con un ejemplo generalizado de grosería".
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